lunes, 20 de diciembre de 2010

Científicos crean los primeros "nanobots de ADN" EN DIOS ESTA LA VIDA!



La ciencia nos sorprende cada día

17/05/10 (ABC.es)

Investigadores del Instituto de Tecnología de California (Caltech) y las Universidades de Columbia y Arizona han conseguido construir y programar dos "robots moleculares" (entre cuyos componentes se ha insertado ADN) capaces de realizar tareas complejas a una escala microscópica. Los robots, igual que sus parientes de mayor tamaño, pueden moverse, pararse, girar y realizar con precisión los trabajos para los que están programados. En un artículo publicado hace unos días en Nature, los autores explican cómo estos "nanobots" están destinados, en apenas unos años, a revolucionar por completo una multitud de áreas, desde la ingeniería industrial a la medicina.

El primero de los dos robots es una especie de "araña molecular" que, según la programación que incorpore, será capaz incluso de tomar sus propias decisiones y reaccionar de acuerdo con el ambiente en el que se encuentre. Sus tres patas son enzimas de ADN que son capaces, por ejemplo, de dividir una secuencia genética determinada o de ensamblar todo tipo de moléculas construyendo (o rompiendo) sus enlaces moleculares.

El segundo robot es una especie de cadena de montaje de apenas unos nanómetros de tamaño (un nanómetro es la milmillonésima parte de un metro). Tiene cuatro patas y tres manos, es capaz de desplazarse rápidamente por un sustrato de ADN y, a partir de las nanopartículas que se le suministren, está diseñado para ensamblar cualquier clase de material imaginable, incluso nuevos materiales diseñados en laboratorio.


Materiales inimaginables

Ambos ingenios constituyen un paso decisivo hacia la construcción de legiones de "microrobots de ADN" capaces de fabricar, en potencia, cualquier clase de dispositivo, tanto eléctrico como mecánico. Su capacidad para ensamblar moléculas de una forma que era imposible hasta ahora será decisiva, opinan los investigadores, para diseñar y fabricar nuevos materiales que hasta ahora sólo estaban en la imaginación de los científicos.

Hasta ahora, sólo había sido posible construir nanobots capaces de realizar tareas muy sencillas, como la de desplazarse. A partir de ahora, se podrá además dotar a estas micromáquinas de una programación concreta para desempeñar labores específicas, e incluso dotarlas de la capacidad de decidir por sí mismas entre un gran número de acciones. Los nanobots podrán, por ejemplo, repararse o reconstruirse a sí mismos, o decidir si la célula que tienen enfrente es cancerosa y debe por tanto ser destruida.


Aplicaciones infinitas


"Un robot - afirma Erik Winfree, profesor de ciencias computacionales del Caltech- es una máquina que percibe su entorno, toma una decisión y después actúa en consecuencia". Igual que sus "colegas" en las grandes cadenas de montaje, estos microrobots a escala molecular podrán llevar al terreno de los microscópico todas las ventajas de la robótica moderna. Con el añadido de que serán capaces de trabajar indistintamente con o sobre materiales orgánicos o inorgánicos. O lo que es igual, podrán construir o reparar tanto componentes eléctricos como tejidos vivos.

Las aplicaciones para esta clase de máquinas de ADN son infinitas y abarcan una gran multitud de campos. Todo depende de la programación que incorporen. Una legión de nanobots inyectada en el cuerpo de un astronauta podría, por ejemplo, mantenerlo sano y en forma durante un largo viaje espacial. Otro "miniejército" mecánico podría combatir, desde dentro, un tumor, a base de perseguir y destruir todas las células cancerosas que encuentre en el organismo.

Otros podrán, en un futuro próximo, poner a punto materiales más resistentes o específicamente diseñados para resistir en cualquier tipo de entorno o condiciones. Y otros se encargarán de construir piezas electrónicas de una precisión y eficacia imposible de conseguir por medio de las técnicas actuales de fabricación.



Aumento de la ciencia Dn.12:4

Dn.12:4 "Pero tú Daniel, cierra las palabras y sella el libro hasta el tiempo del fin.Muchos correrán de aquí para allá, y la ciencia se aumentará"


La ciencia sobrepasa los límites de la imaginación.Aunque el hombre haya alcanzado un basto conocimiento científico, el problema de la naturaleza pecaminosa nadie ha podido resolverlo.Solo Jesús puede trabajar en el interior del ser humano.


¡En Dios está la vida!

EL ADN - RASTROS DE LA INTELIGENCIA DIVINA CREADORA


¿Somos los seres vivos producto de la evolución o de una intervención divina? Las nuevas corrientes creacionistas dicen que la Teoría de la Evolución es una patraña que debería retirarse de las escuelas.

La cruzada contra Darwin va viento en popa. Amparadas por unos supuestos argumentos científicos, las nuevas generaciones de creacionistas intentan dinamitar los cimientos de la Teoría de la Evolución para imponer lo que han bautizado como ciencia de la creación, que explica las adaptaciones y la diversidad de los organismos terrestres mediante una intervención de un Creador sabio. Principalmente en Estados Unidos y Australia, aunque también en Brasil, Italia, Turquía y otros países desarrollados, los antievolucionistas tratan de sembrar en la opinión pública dudas sobre la validez científica de la evolución, de hacer creer que la creación divina es una teoría alternativa a la planteada por Darwin y que, por consiguiente, debe ser explicada en las clases de ciencias e incluida en los libros de texto; y de pleitear en los tribunales para que el Gobierno imponga a los maestros de ciencias de las escuelas públicas la enseñanza de los nuevos postulados creacionistas.


El analfabetismo alcanza la universidad

En los últimos años, el movimiento creacionista ha librado campañas tan agresivas contra la evolución que a las universidades de EE UU les preocupa el creciente analfabetismo científico que impera en el país: cada año aumenta el número de estudiantes que cree que “la comunidad científica está dividida sobre la evolución” y que la “evolución es una teoría sin verificar”. Desde la comunidad científica se advierte que la ciencia de la creación es, en realidad, una pseudociencia, que la evidencia científica de la evolución es sólida como el granito y que los antievolucionistas desprecian y manipulan los métodos científicos y los debates entre investigadores para defender sus principios religiosos y aspiraciones políticas. “El ascenso del creacionismo no es más que, pura y simplemente, política; representa un punto –y no mucho menos la principal preocupación– de la resurgente derecha evangélica”, advirtió el recientemente fallecido Stephen Jay Gould en Dientes de gallina y dedos de caballo (1984).


Los estadounidenses están a favor del creacionismo

Pero el aviso de los científicos queda ensordecido ante la propaganda de los creacionistas que, sin duda alguna, han logrado sembrar la confusión en quienes no tienen claro qué dice y qué representa la teoría de la evolución. La mayoría de la gente cree en algún mito o superstición en torno a la aparición de la vida. Así lo constata una encuesta realizada en 2001 por The Gallup, una organización que desde hace 70 años estudia la naturaleza y el comportamiento humanos. En ella puede leerse que casi la mitad de los estadounidenses cree en el creacionismo. El 45 por 100 de los encuestados piensa que Dios creó el ser humano hace no más de 10.000 años, una idea muy próxima a las tesis creacionistas. Y aunque casi la otra mitad acepta que nuestra especie es el resultado de un proceso evolutivo que se dilató durante millones de años, el 37 por 100 de las personas de este grupo está convencido de que el dedo divino intervino en algún momento. La encuesta también dejó claro que hay más estadounidenses que creen en Satanás que en la evolución. Ciertamente, diabólico. Hay una gran cantidad de pruebas que atestiguan que el planeta azul ha tenido una dilatada existencia, y que todas las criaturas, incluidos los humanos, han aparecido de formas más primitivas en el curso de la historia terrestre. Esto significa que todas las especies proceden de otras especies y, por tanto, que todas ellas albergan antepasados comunes en un pasado lejano. Para los científicos, el hilo conductor que une las formas de vida, actuales o fósiles, es la evolución.



La manera en que opera este maravilloso proceso de cambio en el tiempo la explicó hace 146 años Charles Darwin en su obra El origen de las especies. Según el padre de la teoría de la evolución, en cualquier población de individuos existen variaciones entre cada uno de ellos, y algunas de estas diferencias pueden ser heredadas. La interacción de estas variaciones personales con el ambiente juegan un papel trascendental para determinar cuáles serán los individuos que sobrevivirán y se reproducirán, y cuáles no lo harán. Si esto ocurre, algunas variaciones capacitan a ciertos individuos a vivir más y a dejar mayor descendencia que otros. Darwin llamó a estas variaciones favorables y argumentó que las variaciones hereditarias positivas tendían a ser más frecuentes de una generación a otra. Este proceso por el que la naturaleza elige los supervivientes lo denominó selección natural. Es el motor de la evolución. Dado un tiempo suficiente, la selección natural puede producir una acumulación de cambios que hagan diferenciar dos organismos entre sí, hasta convertirse en especies diferentes e incompatibles desde el plano reproductivo. Como no podía ser de otra manera, el Origen de las especies irrumpió en el mundo teológico como un arado en un termitero, pues ponía en solfa la historia de los orígenes de la vida que relata el Génesis de la Biblia. La obra darwinista, al interponer la selección natural a la Mente Creadora, fue tachada de “una enorme impostura” y “una tentativa para destronar a Dios”.


La Iglesia considera la Biblia como alegórica

La Iglesia católica no puso sus miras en la delación, sino que estableció organizaciones científico-religiosas para combatir estas ideas. Los protestantes siguieron sus pasos y la Sociedad para la Promoción de los Conocimientos Cristianos editó un libro en el que se declaraba la evolución “abiertamente opuesta a la doctrina fundamental de la Creación”. Cuando Darwin publicó en 1871 su Origen del Hombre, estalló otra vez la batahola. Hasta el crítico del Times condenó el libro como “una hipótesis completamente insostenible”.



Sin embargo, la Iglesia, desbordada por las evidencias científicas a favor de la teoría de la evolución, empezó a admitir gradualmente que el darwinismo quizá no era incompatible con la creencia religiosa. En la encíclica Humani Generis, publicada en 1950, Pío XII admitía de mala gana la evolución como hipótesis legítima que consideraba tentativamente apoyada y potencialmente incierta. Pero casi medio siglo después, en 1996, el papa Juan Pablo II emitió un comunicado en el que invitaba a los cristianos a que consideraran el proceso evolutivo como un hecho efectivamente probado. A pesar de que la mayor parte de la jerarquía católica considera la Biblia como alegórica, existen diversas sectas protestantes y algunas católicas que mantienen un creacionismo tan pretendidamente científico como literalista, esto es, admiten al pie de la letra relatos como el de Adán y Eva, el Arca de Noé y el Diluvio Universal. Se trata de una creencia que hoy en día es marginal entre las principales religiones occidentales, y de una doctrina que, como ya señaló Gould en su obra de 2000 Ciencia versus religión, “sólo está bien desarrollada en el contexto distintivamente norteamericano del pluralismo de la Iglesia protestante. Ésta se ha diversificado en un rango de sectas único por su riqueza, que abarca toda la gama de formas concebidas de adoración y credo”.


Con el pastel de manzana y el Tío Sam

En palabras de este eminente paleontólogo, la controversia del creacionismo es tan estadounidense como el pastel de manzana y el Tío Sam. De hecho, ha sido en este país donde se ha atacado con más fiereza el darwinismo. Primero lo intentaron con la Biblia y versiones de ésta, como la que publicó en 1909 Cyrus Scofield para popularizar la idea del doctor inglés Thomas Chalmers de que existe una gran brecha temporal entre los versículos 1 y 2 del primer capítulo del Génesis, dejando así todo el tiempo necesario que requerían las ciencias de la Tierra entre un primer acto de creación y destrucción, y una segunda creación. Hoy, el grupo creacionista Tierra Vieja incluye en sus postulados esta trasnochada “solución creativa”. Otras facciones antievolucionistas optaron por ridiculizar a Darwin con argumentos aparentemente sólidos de la geología y la paleontología. El primero en intentarlo fue George McCreay Price, adventista del Séptimo Día, pero fue tachado de ignorante por la comunidad científica. Aún así, el movimiento fundamentalista se movilizó con gran éxito, sobre todo después de obtener el respaldo político del candidato presidencial y charlatán preeminente William Jenning Bryan.

A su amparo, los antievolucionistas lograron en los primeros años de la década de 1920 que 37 estados aprobaran decretos para prohibir la enseñanza de la evolución en las escuelas públicas. Ésto dio lugar en 1925 al famoso Juicio del mono en Tennessee, que condenó a un profesor llamado John Thomas Scopes por enseñar la teoría de la evolución. La condena fue revocada, pero no porque los científicos lograran desacreditar a los antievolucionistas, sino sobre la base de un tecnicismo que impidió, como hubiesen deseado los liberales norteamericanos, poner a prueba la inconstitucionalidad de la Ley de Tennessee, que declaraba que era un crimen enseñar “que el hombre descendía de un orden inferior de los animales”.


Nacen las asociaciones antievolucionistas


QUIEREN DESUNIR NUESTRA FAMILIA

En su libro El triunfo de la evolución y el fallo del creacionismo, Niles Eldredge califica de patética la postura de los creacionistas ante la evidencia fósil de la evolución humana. Los antievolucionistas sostienen que los fósiles de los primeros homínidos, como los de los australopitecos, que vivieron hace unos 4 millones de años, pertenecen a meros monos extinguidos. Tampoco aceptan las formas intermedias entre estos homínidos y el hombre actual, como el Homo habilis, el Homo ergaster y el Homo erectus; y dicen que los fósiles que se parecen al hombre moderno no tienen la antigüedad confirmada de 100.000 años.



A pesar de todo, la derrota en el juicio de Scopes empujó a los creacionistas a cambiar de estrategia. Su nuevo objetivo estaba ahora en difundir sus postulados en los medios de comunicación y crear sus propios institutos bíblicos para exponer al público las tesis creacionistas. De este modo, nacieron numerosas asociaciones antievolucionistas a lo largo y ancho del país que estudiaban las pruebas científicas sobre los orígenes utilizando a la vez la ciencia y la revelación. En un alarde de pirueta mental, los creacionistas empezaron a presentar la creación como una teoría científica alternativa a la evolución. Se aferraron a ella como a una tabla de salvación, sobre todo después de la abolición de las leyes antievolucionistas que, dicho sea de paso, violaban flagrantemente la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense, aprobada en 1791, que señala que “el Congreso no deberá promulgar ninguna ley que esté encaminada a imponer una religión o que prohíba profesar libremente una religión.”






A la cabeza del incipiente creacionismo científico se situaron el profesor de ingeniería hidráulica Henry M. Morris y el bioquímico Duane Gish, fundadores en 1970 del Institute for Creation Research (ICR), de San Diego. Sus miembros se hacen llamar creacionistas de Tierra Joven y son los que han lanzado campañas para integrarse en las juntas escolares, para presionar a los tribunales con el fin de incorporar la ciencia creacionista en las escuelas públicas de estados como Luisiana, Arkansas y Ohio; y para difamar a los darwinistas.


Cómo hicieron el ridículo en los tribunales

En las dos décadas pasadas, los creacionistas de Tierra Joven lograron ciertos éxitos, pero también sufrieron importantes descalabros en varios pleitos destacados, como el caso de 1982 conocido como McLean et al vs. Arkansas Board of Education, donde premios Nobel, evolucionistas, filósofos y teólogos prestigiosos dejaron en evidencia el sesgo acientífico de sus tesis creacionistas y la imposibilidad de equiparar en los colegios la ciencia de la creación con la teoría de la evolución. Los antidarwinistas también tuvieron que morderse la lengua en el caso Edwards vs. Aguillard de Louisiana, en 1987, cuando la Corte Suprema declaró que era inconstitucional ordenar la enseñanza de la ciencia antievolucionista en las clases de ciencia.



A pesar de los reveses, los creacionistas que creen lo que pone en la Biblia al pie de la letra no han tirado la toalla y siguen sembrado la confusión desde sus instituciones de investigación, museos, páginas de internet, libros y panfletos. Su eslogan favorito es insistir en que “la teoría de la evolución es incorrecta” y que “tienen pruebas científicas para rebatirla”. Mienten descaradamente cuando dicen que la teoría de Darwin está en crisis en la comunidad científica, pero aún así recogen sus frutos envenenados. De hecho, el presidente Reagan se hizo eco de esta propaganda ante un grupo de evangélicos de Dallas cuando manifestó, al referirse a la evolución que “bueno, es una teoría. Es sólo una teoría científica y en los últimos años ha sido puesta en tela de juicio en el mundo de la ciencia; esto es, la comunidad científica ya no piensa que sea tan infalible.” Incluso, el reelegido presidente George W. Bush y miembros de peso del Gobierno como John Ashcroft –secretario de Justicia– y Tom Delay –líder de los congresistas republicanos– se jactan abiertamente de ser creacionistas.


Constituye la teoría más documentada de la ciencia



Es cierto que la evolución es una teoría, la más documentada de toda la ciencia. Aunque ha pasado más de un siglo desde la publicación del Origen de las especies, el concepto original de Darwin constituye todavía el marco global de compromiso del proceso evolutivo. Todo lo que se ha descubierto desde entonces ha confirmado y reforzado lo correcto de la teoría darwiniana. “Los avances de la genética y de la biología molecular han proporcionado un cuerpo sólido a las nociones vagas de herencia y variabilidad con que él y sus contemporáneos tenían que contentarse. Actualmente, hablamos en términos de replicación y de mutaciones del ADN, y comprendemos los mecanismos que hay implicados. El resultado es lo que a veces se denomina la teoría de la evolución sintética o neodarwiniana”, explica el premio Nobel de medicina Christian de Duve en su libro La vida en evolución.



La mayoría de los científicos está en completa sintonía con los hechos y mecanismos básicos de la evolución, como por ejemplo que la vida terrestre lleva evolucionando desde hace unos 3.500 millones de años y que sigue haciéndolo en la actualidad, que la selección natural es un mecanismo central con que opera el cambio evolutivo a lo largo de múltiples generaciones, que todas las especies están emparentadas porque descienden de antepasados comunes desde las primeras formas de vida y que el hombre es una especie única descendiente de una larga serie de primates bípedos. Como sucede en cualquier otro campo de la ciencia, los científicos debaten la teoría darwiniana para profundizar en los mecanismos y los procesos evolutivos que han diversificado la vida terrestre. Por ejemplo, mientras que ningún biólogo cuestiona la importancia de la selección natural, muchos dudan de su ubicuidad. En efecto, hay evolucionistas que argumentan que existen cantidades sustanciales de cambio genético que pueden no estar sometidas a la selección natural y que pueden extenderse al azar a través de las poblaciones. Otros expertos dudan de la ligazón que Darwin estableció entre la selección natural y el cambio imperceptible, a través de todos los grados intermedios. Éstos arguyen que la mayor parte de los sucesos evolutivos pueden acontecer mucho más deprisa de lo que suponía el padre de la evolución.



Ahora bien, ningún científico duda de que la evolución por selección natural darwiniana no sucedió o de que no es un mecanismo clave y actual de la evolución viviente. Pero estos necesarios, saludables y no menos apasionantes debates científicos son pervertidos y caricaturizados por los creacionistas. Ésta es su táctica favorita, tergiversar lo que dicen y publican los científicos serios para que parezca que la teoría de la evolución tiene los pies de barro. Sobran los ejemplos de esta vil manipulación: hace unos años, Stephen Jay Gould y Niles Eldredge observaron que las grandes líneas evolutivas a menudo aparecen súbitamente en el registro fósil y propusieron que el cambio evolutivo a gran escala se desenvuelve posiblemente de forma gradual en unas épocas geológicas, mientras que lo hace más rápidamente en otras. Este modelo, que se conoce como equilibrio puntuado, contrastaba con la hipótesis de que la evolución era un proceso gradual y lento. Pues bien, a pesar de que Gould y Eldredge no cuestionaron los principios básicos constatados de la evolución darwiniana, los creacionistas no tardaron en difundir un panfleto con el siguiente titular: “Científicos de Harvard afirman que la evolución es una patraña”.


Unas biomoléculas que juegan a crear vida

Y hace poco, los antievolucionistas pusieron el grito en el cielo porque en la serie de televisión Evolution no se hacía mención de la investigación de Stuart Kauffman, bioquímico de la Universidad de Pennsylvania que investiga cómo los sistemas biológicos complejos se pueden autoorganizar a partir de componentes sencillos. Algunos creacionistas sugieren que este don molecular representa una alternativa a la selección natural, con lo que dan a entender que Kauffman cree que la selección natural no es válida y que, por ende, probablemente está en sintonía con los antievolucionistas. Nada más lejos de la realidad, puesto que el trabajo de este investigador muestra que es altamente probable que las primeras formas de vida –organismos autorreplicantes– surgieran por cuenta propia de la que se conoce como sopa primordial. Pero este dato anticreacionista no tienen ningún interés en divulgarlo los conspiradores de Darwin.



Al frente de los críticos a Evolution se halla Michael J. Behe, bioquímico de la Universidad de Pennsylvania y uno de los principales ideólogos de una nueva e influyente estirpe creacionista bautizada como diseño inteligente (DI). La vanguardia de este movimiento se atrinchera en el Centro para la Renovación de la Ciencia y la Cultura del Instituto Discovery, en Seattle. El núcleo ideológico de esta corriente neocreacionista está integrado por biólogos, bioquímicos, químicos, físicos, filósofos e historiadores de diferentes creencias religiosas: católicos, protestantes, judíos, ortodoxos, agnósticos... No les gusta que les llamen creacionistas, nunca ponen la Biblia como respuesta y a su Diseñador divino no le llaman Dios. La novedad en su estrategia antievolucionista está en argumentar en lenguaje científico por qué los procesos de la naturaleza no pueden explicarse en términos evolutivos y sí, si se introduce la figura de un diseñador inteligente que, dicho de paso, podría ser incluso de origen extraterrestre. Para ello, no escatiman medios económicos y se desenvuelven en el mundo mediático con una soltura inquietante. Sus elaboradas argumentaciones científicas, que en realidad no lo son, difícilmente pueden ser rebatidas por los no duchos en evolución, bilogía y matemáticas. De hecho, el pasado mes de septiembre, los científicos no daban crédito al comprobar que uno de los miembros de ID, Stephen Meyer, había colado uno de sus artículos antievolucionistas en la revista Proceedings of the Biological Society of Washington. Los biólogos serios advierten que el diseño inteligente no es más que un movimiento sociopolítico de cristianos conservadores cuyos representantes ignoran o malinterpretan, a veces intencionadamente, la ciencia de la evolución.


La prueba concluyente está en la coagulación

Sus argumentaciones antievolucionistas han sido sistemáticamente rebatidas, pero los ID hacen oídos sordos y denuncian la intransigencia de la ciencia oficial. Por ejemplo, uno de sus pilares antievolucionistas se centra en la idea de la complejidad irreductible de los sistemas naturales propuesta por Behe. Según éste, existen sistemas altamente complejos a nivel molecular, como el flagelo de las bacterias y el mecanismo de coagulación sanguínea, que es imposible que hayan evolucionado por su cuenta, lo que en sí son evidencia de diseño. Y William A. Dembski, matemático de la Universidad de Baylor y defensor del diseño inteligente, invoca que la biodiversidad no se explica por el azar evolutivo –la evolución, para empezar, no es un proceso enteramente aleatorio, según los científicos– y sostiene que “la acción de la inteligencia creadora deja tras de sí una seña o evidencia característica que se puede filtrar y detectar”. Estas ideas están siendo escuchadas en varios círculos políticos y educativos de al menos 37 estados de EE UU. El panorama no resulta nada alentador.

Enrique M. Coperías